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20/02/2003
Escribe Marta Spagnuolo

Esperando el telefón


escr-spagnuolo3 (12k image)Como usted recordará, Martín Fierro lo pasó bastante mal en aquel miserable fortín de la frontera donde le prometieron que estaría unos meses, hasta que a los tres años tuvo que desertar y hacerse matrero.


Uno de los hechos que precipitaron su decisión fue otra promesa incumplida: «Yo me arrecosté a un horcón/dando tiempo a que pagaran», cuenta Fierro, refiriéndose al día en que esperaba cobrar el salario por sus servicios. Y allí Hernández luce su propia ironía poniendo en boca de su personaje: «Pero ahí me pude quedar/ pegao pa siempre al horcón». En efecto, al atardecer se terminó la paga y el gaucho no recibió «ni un rial».


Los que saben Historia afirman que el tiempo histórico se acelera. Para resumirlo de algún modo, digamos que en el presente los cambios históricos ocurren más rápido que en el pasado. Ello se debe a razones muy complejas, que abarcan desde el avance tecnológico al desarrollo «mental», por así decirlo, de la humanidad. (Pensemos, por dar sólo un ejemplo, en la formidable velocidad actual de las comunicaciones). Es dable pues, suponer que la paciencia de Martín Fierro, traducida a términos actuales, no habría durado tres años sino que se habría agotado en tres meses.


Ahora bien. Lo que da para rascarse la cabeza es cómo logra Colón evadir toda ley histórica. Más aún, permanecer fuera de la Historia. Tres años, tres meses, todo es lo mismo, pura duración sin cambios.
Hace tres meses, el 22 de noviembre de 2002, publicamos en este mismo medio un artículo sobre el parador de ómnibus, que viene a ser nuestro fortín fronterizo versión siglo veintiuno.


Su título fue «El parador de las delicias», irreverente alusión a la diabólica y genial visión del Bosco «El jardín de las delicias». Allí denunciábamos «la desaparición del cadáver del teléfono público» que llevaba unos tres años muerto, amortajado con un mentiroso cartel que decía «no funciona», mientras en realidad estaba fuera de servicio. Referíamos, también, las tribulaciones del sufrido pasajero condenado a la incomunicación no bien ponía los pies en ese desapacible paraje.


En aquella fecha, ya a punto de cerrar la edición, dudamos en publicarlo, porque parecía extemporáneo. Después de años de incuria el gobierno de la ciudad acababa de reparar en esa situación de barbarie ¡justo una semana antes! La cuestión se zanjó agregando al pie la siguiente Nota de la Redacción: «El 14/11/02 el Concejo Deliberante aprobó un proyecto para instalar dos teléfonos públicos, uno en el parador y otro en el cementerio municipal.»


Lo que le pasó a Reynoso


¿Que usted estuvo ayer en el parador y no vio ningún teléfono? ¿Que de nuevo llegó de viaje y le tocó el remís que le dije? ¿Que otra vez no se pudo comunicar con su casa antes de partir, para recomendar aquello tan importante que olvidó al salir? Caramba. Bueno, no se aflija. Peor lo que le pasó a Reynoso.


Anteayer, cuando comprobó que lo habían engañado como a un niño, le ocurrió un fenómeno paranormal, digno del repertorio televisivo de ‘Infinito». El hombre involucionó a sus tiempos del jardín de infantes y, compelido por una fuerza extraña, preguntó: -¿Y el teléfono quién lo tiene? -Y una voz entre burlona y terrífica, le contestó: -i El gran bonete! -Volvió a preguntar: -¿Lobo está o no está? -Y la voz le respondió: -i Está estudiando el «proyecto»! -Y después, rabioso al advertir que había estado jugando a esas antiguallas que los chicos de hoy ni conocen y delatado así su edad, que trata de disimular tiñiéndose el jopo, Reynoso hizo un berrinche: se tiró al suelo y se puso a gritar y a patalear como nenito criado con los consejos de Eva Giberti. Créame, lector, lo que le pasó a Reynoso es la pura verdad. Puede ser muy duro para un ciudadano que lo tomen para el churrete.


«Manso pa las sabandijas»


Cuando Reynoso salió del trance, yo, que por casualidad estaba en el parador, me conmiseré de su vergüenza e intenté calmarlo. Lo insté a imitar la paciencia deci-monónica de Martín Fierro, que, después de aguantar tres años, todavía la pensó tres veces antes de rebelarse. (Un Martín Fierro «aggiornado» es, al fin y al cabo, hipotético, lucubré).


Reynoso pataleó. Me echó en cara aquella nota de Colón Doce, la que informaba que el proyecto había sido aprobado por el Concejo Deliberante el 14 de noviembre del año pasado. -Dice bien, Reynoso- alegué: el «pro-yec-to». Hay que «arrecostarse a un horcón y dar tiempo».


¿Usted sabe el tiempo que se necesita para llevar a cabo un proyecto de tal envergadura? ¿De veras cree que en tres meses se puede reunir el equipo de científicos y técnicos egresados de Harvard capaces de montarlo? ¿Conoce los costos de instalación de un aparato de última generación tan sofisticado como un teléfono público? -Reynoso confesó su ignorancia en la materia.


Pero como amagó a insistir sobre la nota, yo aproveché para llevar agua a mi molino. -Vea, Reynoso- lo amonesté-, lo que pasa, perdóneme la franqueza, es que usted no sabe leer bien. De lo contrario, hubiera observado que en esa nota no se antepuso la palabra «Honorable» a Concejo Deliberante, Esta omisión justifica que sus miembros no hayan cumplido su palabra «inmediatamente».


Le sugiero tomar unas clases de interpretación de textos, que yo misma podría impartirle a un precio módico. Además, piense que eso de andar haciéndose el matrero no lo beneficia a uno para nada. Mire cómo le fue a Martín Fierro en la Ida por hacerse el malo. Mire cómo tuvo que agachar el lomo en la Vuelta para no meterse otra vez con la «au-toridá». ¿Acaso no sabe que «ellos» no viajan en ómnibus? -Reynoso, como buen colonense, terminó por amansarse.


Nunca más protestará por la falta de un teléfono en el parador. En cuanto al cementerio, no le importa. El no va nunca, no tiene muertos que visitar. Y cuando vaya, no lo necesitará, dijo. Y, ya satisfecho, se rió solo, convencido de haber hecho el más sutil de los chistes.


Despedida


Con este mensaje de paz y templanza me despido de usted, amable lector, hasta dentro de tres meses o tres años, cuando mi humilde estro popular se vea movido a celebrar la concreción del «proyecto» de instalación de los consabidos teléfonos, si es que para entonces todavía existen los teléfonos tal como hoy los conocemos. Porque la Historia se acelera, se acelera nomás, aunque nuestros representantes no pongan atención a otra carrera que su trotecito personal hacia los cargos políticos en la canchita de las internas.



Nota de la Redacción: Hace unos minutos recibimos la visita del señor Martín Fierro, quien se vino a pasar unas vacaciones al lago. En su cara de pocos amigos, negreaba un ojo hinchado. De mal talante y con la altanería que todos le conocemos, acusó a Colón Doce de difundir información falsa. Declaró que, habiendo leído la nota del 22/11/02 por Internet, no trajo su teléfono celular para que no lo molesten con asuntos de negocios, dando por sentado que desde noviembre ppdo. Colón tenía teléfono público en el “dichoso parador» (sic). Por la misma causa viajó en ómnibus, dejando en sus pagos los caballos -los ciento sesenta y pico caballos de fuerza de su Toyota SW4- para llegar descansado. Contaba con el teléfono público para avisar discretamente de su llegada a una persona de Colón.


En cambio, tuvo que ventilarse por todo el centro en el remís que le dije y presentarse a casa de la tal persona como peludo de regalo, lo cual le costó ser reconocido por una segunda persona que –íntimamente relacionada con la primera- fue quien le dejó el ojo negro.


Total: que por culpa nuestra se le alteró el argumento de la tercera parte del poema que lo hizo famoso, en la que por primera vez en su perra vida estaba destinado a protagonizar una aventura romántica con una dama. Como venganza, prometió incluir en esa tercera parte, de próxima aparición, la siguiente sextina:


Pero ahí me pude quedar
pegao pa siempre al horcón
esperando el telefón
que aprobó el Deliberante.


La pucha que tiene aguante
este poblao de Colón!



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