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12/12/2002
Escribe Marta Spagnuolo

La escuela, bastión de la desigualdad


spagnuolo_b (5k image)La escritora colonense ahonda en la problemática de la educación pública. Una mirada descarnada de la realidad de nuestro país y nuestra ciudad donde se alienta la desigualdad.


Cuando el liberalismo del “siglo de las luces” descubrió el concepto de injusticia social, antes desconocido, pareció surgir una nueva ética. Esta aspiraba a la “igualdad” (luego uno de los lemas de la Revolución Francesa). El medio de lograrla sería la educación, puesta por igual al alcance de todos.


Lo que entendemos por “igualdad de oportunidades”, desde la alfabetización masiva a la universidad pública. Pero, pasada la exaltación revolucionaria, la constitución del estado burgués demostró que el ideal era (como lo sigue siendo) utópico.


La avidez nunca saciada de cierto tipo humano por el dinero, el poder y la ostentación no permitieron llevarlo a la práctica. (Aclaramos que usamos los términos “liberalismo” y “burgués” en el contexto de los siglos XVIII y XIX, no en el sentido marxista).


Desde luego, hubo también mucha gente que desde entonces se devanó los sesos construyendo distintas metodologías filosóficas y políticas, unas pacíficas, otras violentas, que abarcaron todas las acciones imaginables, desde escribir libros a poner bombas, pero todas en busca de alcanzar una misma meta: la “igualdad”.


Sin embargo, ninguna ha conseguido, ni por las buenas ni por las malas, satisfacer ese anhelo moral. Todas se han estrellado contra los que tienen la sartén por el mango. ¿Por qué – es la eterna pregunta- puesto que ellos son una minoría y nosotros somos más? La literatura (v.g. Orwell, Carpentier), ha dado mejor que nadie la también eterna respuesta: porque, salvo los totalmente marginales, los que formamos el resto, desde la pequeña clase media para arriba, queremos parecernos a los ricos.


Estamos mucho más urgidos por cumplir ese deseo individual que por instaurar un sistema colectivo de justicia social para nuestros descendientes. No se trata ya de la aspiración legítima de ganar con honradez dinero suficiente para alcanzar un nivel de confort que nos permita vivir lo mejor posible. Se trata de que el efecto inmediato del que “pelecha” es situarse un escalón más arriba que el prójimo menos afortunado, lo cual se siente obligado a demostrar mediante las “apariencias”, porque luciéndolas se consigue eso que llamamos “estatus”. Y es aquí donde entra la escuela.


En efecto, la escuela para todos, punto máximo del ideario de la constitución de los estados democráticos, se ha convertido, hoy más que nunca, en el principal agente de segregación clasista


El sueño de la escuela pública


En los albores de la organización nacional, pareció que esto no iba a ocurrir en la Argentina. Para eso teníamos nuestros Sarmiento, nuestros Wilde, nuestros Estrada. A pesar de todas las críticas que merece la Generación del 80, no se le puede quitar el mérito de habernos proporcionado la inspirada Ley 1420 de educación gratuita, universal, obligatoria y laica. Es decir, lo que todavía con orgullo trasnochado denominamos “escuela pública”.


Y lo cierto es que, en los pueblos chicos como Colón, el sueño igualitario de los hacedores se hizo realidad durante un tiempo, mientras sólo una escuela pública alcanzaba para la población. Los colonenses que hoy tienen o tendrían alrededor de 80 años, conocieron en la Escuela Nº 1, la maravilla de unas aulas donde ricos y pobres, “mezclados”, confraternizaban. En esta añoranza no hay ni pizca de sentimentalismo barato. Hay, en cambio, un señalamiento pedagógico de la eficacia con que se puede educar aprovechando el contacto entre alumnos de distintas clases socioeconómicas.


La valoración de lo que puede transmitir el que más tiene al que menos tiene, mediante palabras, hábitos, actitudes, préstamos, incluso amistad. El reconocimiento de la acción educativa, tanto para el escolar como para cualquier persona, de eso que vulgarmente llamamos “roce” . Por ejemplo, para alguien que nunca tuvo un libro o que nunca escuchó buena música, entrar en una casa donde hay una biblioteca y un aparato que deja oír una pieza de Mozart, puede ser mucho más provechoso que toda una jornada escolar.


La mentira del “Nivel de Enseñanza”


Pero hoy, tanto en Colón como en todo el país, las escuelas se han vuelto cotos o guetos, una de dos. En esa separación no influye para nada el “nivel de enseñanza”. La elección se determina por un olfateo previo de cierto consenso que anda por el aire, que las clasifica como “escuelas de ricos” y “escuela de pobres”. (Según lo dicho líneas arriba, se sobreentiende que no todos los alumnos de las primeras son efectivamente “ricos”. Queda claro, pues, lo que esta clasificación quiere expresar).


Ese asunto del “nivel de enseñanza” es, en las escuelas primarias, (hoy EGB 1º y 2º ciclos) azaroso, ya que los maestros no se eligen por concursos de excelencia sino por un listado en el que, de modo general, lo que más pesa es la antigüedad. El personal directivo sí, pasa por concursos. Pero, que se sepa, ningún padre, al elegir escuela para sus hijos, averigua qué tipo de concurso ha aprobado (los hay de dos grados de exigencia), con qué calificación, ni cuán buen docente ha sido antes de acceder al cargo. El hecho de que, en conjunto, una escuela tenga mejores profesionales que otra, es simple cuestión de suerte.


En lo que hace a los establecimientos secundarios (hoy EGB 3º y Polimodal) ni siquiera juega el azar para diferenciar el personal docente. Los profesores son los mismos, que reparten sus cátedras entre una escuela u otra. Sólo después de largo tiempo algunos consiguen concentrar sus horas, a lo máximo, en dos escuelas. Pero casi todos han dado clases, en distintos momentos, en todas las escuelas medias de Colón.


En suma: ENTRE LAS ESCUELAS PUBLICAS ( incluyendo a las privadas con subsidio, equivalentes a las públicas), NO HAY POSIBILIDAD DE COMPETIR POR LA EXCELENCIA. Los docentes no concursan por oposición, los sueldos son idénticos, etc. A lo más queda un margen de competencia mínima, dependiente de una buena dirección, siempre que se compita entre escuelas de la misma “clase”.


Pero ningún director, por genial que sea, puede revertir las cosas, si la escuela que le tocó en suerte ya está “etiquetada” por lo bajo. Sin desmedro de ninguna otra escuela, sólo por evocar un caso que conocí, hubo una época de la Escuela Nº 2 en que el azar parecía haberse complacido en reunir la flor y nata de los maestros colonenses bajo una dirección magnífica. Lástima que muchos chicos no pudieron gozar de semejante tesoro: para entonces, la Escuela 2 ya estaba clasificada como “escuela de pobres” Así es como se produce el injustificado desequilibrio numérico de la población escolar en beneficio de unas escuelas y en perjuicio de otras.


Ya no hablando de Colón sino de la mayoría de las ciudades del país, se observa en ellas el fenómeno de escuelas que, habiendo sido “decantadas” con el tiempo por la supuesta elite, crecen en dimensiones desproporcionadas hasta volverse ingobernables.


Obtienen, sí, una ampliación edilicia. Pero en ellas se amontonan cientos de alumnos que, sintiéndose con privilegios tácitos, originan conflictos de disciplina gravísimos por lo complejo de su carácter grupal y la protección, también “corporativa”, de los padres, en uso del privilegio que ellos mismos detentan en su medio social. No se libra del caos el personal directivo, docente y no docente, entre el cual suelen darse enfrentamientos no siempre académicos, sino, a decir verdad, más frecuentemente personales y muy poco elegantes. Y, sin embargo, estos establecimientos no dan abasto cada año con su matrícula, mientras otros mejor ordenados apenas completan la suya.


Todos somos responsables


Esta situación, aunque dramática en los hechos, resulta finalmente ridícula porque no hay un solo elemento racional que la sustente. Sólo la hace posible nuestra torpe visión del mundo, salvaje y clasista, que decide el prestigio o desprestigio de tal o cual escuela según sea su “ambiente”, palabra despreciable cuando su acepción es la del desprecio. Peste social, en fin, que se arreglaría en un periquete asignando a cada escuela un “radio” urbano, de modo tal que los chicos deban matricularse en la escuela que les corresponda según su domicilio. ¿Qué pasaría si un gobierno tuviera la valentía de hacerlo? Que los interesados en que eso no cambie se volverían de pronto “liberales” al uso nostro.


¿Argumento? Que los padres tienen “derecho” a elegir la escuela para sus hijos. Claro que lo tienen, si también tienen con qué pagar altísimas cuotas en escuelas privadas de verdad, cuya mayoría está en la Capital. Pero no olvidarse de que aquí se trata de “escuelas públicas”, de esas que todos sostenemos con nuestros impuestos. Ya que las pagamos, bien podemos decir que no nos gusta que se las discrimine usando nuestro propio dinero. Y no olvidarse tampoco de que ese “liberalismo” mal entendido está especialmente diseñado para los países subdesarrollados, como medio seguro de ahondar el subdesarrollo. Vaya a contarles de “liberalismo” a los franceses, justamente a ellos, que lo inventaron.


En Francia, o se respetan los “radios”, o a despedirse del acceso a una escuela pública. No por casualidad estos astutos galos, que “la tienen clarísima”, fueron por tanto tiempo el referente cultural de la humanidad. Y aunque los EEUU les hayan opacado el título, ellos no ceden, siguen riñendo por él. Esto nos recuerda que “le coq gaulois” ( el gallo galo) es uno de los emblemas de la nación francesa. Pero nuestros gobernantes, aunque se la pasan toqueteando la escuela con “novísimos” planes cada vez más inoperantes, jamás reñirían por ella. No tienen ¿cómo se dice? espolones.


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