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28/11/2002
Escribe Marta Spagnuolo

La importancia de llamarse cliente


spagnuolo (5k image)La escritora colonense aborda con total crudeza un aspecto negativo de muchos de nosotros. El maltrato al cliente.


¿Qué pensaríamos si nos dijeran que en Colón, desde mañana, la sonrisa es obligatoria? ¿ Si una nueva ley obligara a los colonenses a tratarnos con amabilidad? Nuestro sentido de libertad se rebelaría. ¿Por qué deberíamos ser amables con quienes nos dañan? Es cierto. No se pueden forzar los sentimientos ni, en consecuencia, las manifestaciones de afecto o mera gentileza. Sin embargo, observando cómo el ser humano llegó a crear los conceptos de civilización y orden social sobre una base cultural que no puede prescindir de las normas, concluiremos que, dentro de ciertos contextos, hasta la sonrisa puede ser obligatoria.

Salvo para un rey Midas que pueda vivir sin trabajar ni negociar con nadie o para quien se retire a un desierto a mascar arena, el mundo está hecho de pactos y transacciones. No hacemos todo lo que queremos. Con suerte, hacemos algo de lo que queremos, y del resto, lo que nos dejan hacer. Y, además, lo que no queremos pero debemos hacer, sea por autoimposición moral, sea por conveniencia. Pongamos por caso el de los fumadores. Tuvimos una Edad Dorada en que nuestras humaredas flotaban, gloriosas, ennegreciendo todo lugar imaginable: los medios de transporte, las casas de nuestros amigos, hasta las aulas universitarias.


Pero un buen día fue un hecho científicamente comprobado que ese humo no sólo perjudicaba nuestra salud sino también la de lo demás. ¿Resultado? Que nos pusieron los puntos. Hemos tenido que acostumbrarnos a viajar largas horas sin fumar, a que los amigos nos echen al patio a saborear nuestro cigarrillo en compañía del perro, y a mover la cola, agradecidísimos, si nos dejan mandarnos unas pitaditas en algún bar, devolviendo tiernamente las miradas asesinas de más de un vecino de mesa.

Maltrato


Pues bien, señores. También hay comprobación científica de que el maltrato es malo para la salud. Y, sin embargo, debemos aguantarlo en ciertas oficinas públicas, en ciertas obras sociales, en ciertos comercios, en ciertos centros de atención médica, y en cuanto etcétera quiera alguien agregar por experiencia propia. Últimamente asistimos en la TV al fenómeno de secuestrados que, una vez “devueltos”, alaban a sus captores porque “los trataron muy bien”, porque “fueron muy amables”, como si eso los disculpara del delito y los hiciera merecedores del dinero que les pagaron por el rescate.


Y resulta que nosotros, los pobres clientes, ni pagando por lo nuestro conseguimos un poco de amabilidad. No en todos los sitios, por supuesto, pero sí en los suficientes para revolvernos la bilis dos o tres veces al mes. En un supermercado, hay algunas cajeras que, sin mediar mirada ni sonido humano alguno (salvo la cifra a pagar, que parece articulada por la máquina) nos tiran las bolsas en el mostrador porque, al tenerlo más a mano, les es más fácil que dárnoslas por la cabeza.

En un centro de salud, hay algunas secretarias que al acercarnos a la mesa de entrada nos detienen con una mano en alto como quien ataja un mosquito, mientras fruncen las cejas y emiten un gruñido, para indicarnos que con la otra deben alzar el tubo del teléfono que suena en ese momento. Y, si no suena, nos atienden con tanta impaciencia y severidad como alguna importante eminencia a un inferior molesto.


Debería bastarles con que vayamos porque estamos enfermos. Se supone que los médicos no les van a pagar un plus para que nos enfermen un poco más. En una gran perfumería, pretenden cobrarnos un recargo-castigo por usar nuestras tarjetas de crédito, como si por mantenerlas ya no se encargara de cobrarnos el Banco. Aunque muy pocos, también otros comerciantes lo hacen (e incluso lo hacían durante la ilusoria festichola del “uno a uno” cuando las tarjetas andaban mejor que modelo en pasarela).


En el entero mundo capitalista la tarjeta equivale al efectivo y es recibida por los vendedores con una sonrisa de oreja a oreja (porque casi siempre quien la usa sale del negocio comprando más de lo previsto que cuando entró). Pero si a éstos de Colón las tarjetas no les convienen, ¿por qué las habilitan? Porque quieren el oro y el moro: usarlas de anzuelo para atraer más clientes, pero violar las normas pactadas con la entidad crediticia, con tal que en el trámite no se les caiga un centavito.


Algunos consienten en comprar en esas condiciones porque ignoran que son víctimas de un abuso. Otros lo saben, y en vez de desistir de la compra, patalean, y, si les hacen caso, vuelven. Pero a esos zorros, no hay manera de quitarles las mañas. Cuando un díscolo torna a comprar y sospechan que pagará con tarjeta, le dan un precio recargado de antemano. Y si ven que sorpresivamente saca billetes, le hacen “la atención de un descuentito” por pago al contado. ¿ No es más fácil elegir otros comercios de los mismos ramos que proceden con honradez? En una “boutique” –pleno corazón de la 48 y, según mentas, en otra de 47-, se nos llegó a ofrecer el fino espectáculo de una lista de “morosos” en la vidriera, que nos hacía poner colorados de vergüenza aun a los que nunca le debemos un peso a nadie. Cuando un comerciante incluye el fiado en su política de ventas, decide tomar un riesgo; puede ganar o perder, como en la ruleta. Pero si pierde, se trata de un pleito privado: la ropa sucia se lava en casa.


La ética más elemental repele que esa “vendetta” personal se satisfaga involucrando a todos los transeúntes, a quienes el comerciante de marras imagina tan perversos como para regocijarse con la humillación del prójimo. ¿No advierte que de ese modo nos insulta a todos y sólo consigue asquearnos? Sobre determinados centros de atención de obras sociales, oficinas públicas, etc., hay un anecdotario digno de Gasalla que corre de boca en boca, pero no cabe en este espacio. ¿Por qué no lo cuentan ustedes, lectores, en los sitios que para sus cartas reservan los periódicos locales?

Obligación


Entonces, ¿ se puede obligar a alguien a sonreír y a usar de un trato cortés? Sí, se puede en todo lugar donde el trabajo de alguien consiste en atender al cliente. Porque, Sra., Srta., Sr. empleado, usted tiene trabajo porque yo y aquel otro convecino vamos a comprar el producto que a usted le pagan por vender, o a realizar el trámite por el cual su empleador, estatal o particular, le paga un sueldo. Y si su cliente no le gusta pero compra o tramita y paga, trátemelo bien, ponga la voz más dulce que encuentre y sonría, sonría nomás, que no se le va a acalambrar la boca. Y usted, patrón, profesional, jefe, explíqueles a sus subalternos que, o se muestran gentiles y agradecidos con el cliente, o se mandan a mudar, porque también gracias a nosotros su comercio subsiste, sus servicios son solicitados, o se sostiene el presupuesto oficial de donde sale su sueldo.

Los ejemplos


Habrá quien atribuya estas desconsideraciones a la deshumanización, por otro lado cierta, de un mundo cada vez más cruel, diciendo que “ eso pasa en todas partes”. ¿Sabe que no? ¿Sabe que, justamente en estos tiempos, pasa menos que nunca? Los europeos son un encanto hasta con nosotros, los “sudacas”, cuando nos ven caras de compradores. Los brasileños, con “tudo o mundo”, pues la alegría de vivir y la simpatía se les salen por los poros. Los entrerrianos, además de gentiles son serviciales y humoristas.


En Buenos Aires, se deshacen por atender ventas y servicios, y hasta ofrecen pequeñas atenciones adicionales. Y ni hablar de cuando usted entra a cualquiera de esos no “vip” pero preciosos boliches que proliferan en la city, en Corrientes, Santa Fe o Avenida de Mayo, donde, si pide un sandwich, le traerán uno de verdad, bien robusto y rebosante de relleno, que le costará exactamente lo mismo que aquí, tal como el jugo o gaseosa con que lo acompañe.


Esto no es novedad, puesto que la abundante y buena gastronomía es una verdadera tradición porteña. Pero resulta que en las mejores confiterías del centro de Pergamino le ocurrirá lo mismo. La tradición colonense en este rubro parece ser, en cambio, la mezquindad: “carlitos” extrafinos, triangulitos de torta tan grandes como una servilleta de café doblada, platos tamaño postre para las “entradas” de almuerzos o cenas (que, justo es decirlo, ya baqueanos y maleducados, nosotros llenamos en forma de torre), etc. Personas muchos más “viajadas” que esta humilde cronista corroborarán cómo se nota, en el resto del mundo, el aumento del cuidado puesto en agradar al cliente. ¿Esto significa que dueños, jefes y empleados son más “buenos” en otros sitios que en Colón? No. Pero son inteligentes o se han tornado inteligentes a la fuerza.

El fantasma de la desocupación, que tan asustados nos tiene a los argentinos, se cierne en realidad sobre todo el globo. Por eso los proveedores se están volviendo tan hábiles y astutos en eso de las “relaciones humanas”, la “captación” del cliente” y todas las estrategias que forman parte de lo que llamamos “marketing”.


Claro que, para que se esmeren, es preciso que la gente exija, reclame, premie el buen trato, castigue el malo, haga valer, en fin, su importancia de llamarse cliente.


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