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21/11/2002
Escribe Marta Spagnuolo

El Parador de las Delicias


Mart-spagnu-1 (5k image)La notable escritora colonense comienza una serie de notas en Colón Doce. En la primer entrega describe con notable realismo el estado del Parador de ómnibus.


Con profundo dolor, comunicamos a nuestros convecinos la desaparición del cadáver del teléfono público que hasta hace poco se pudría insepulto en ese ofensivo chiribitil que en Colón llamamos “parador” de ómnibus. Oramos por que sus restos descansen en paz en alguno de los dos cementerios locales. Creemos que el pobre se lo merece, en mérito a la paciencia con que, a pesar de haber muerto en fecha inmemorial, accedió a prestar su carcaza durante tantos años para adornar una pared y así crear a los colonenses la ilusión de que seguía existiendo.

En efecto, por largo tiempo el malhadado teléfono ocupó, como todo cuerpo, un lugar en el espacio, pero al vicio, exhibiendo la humillación pública de su impotencia en un papel acusador donde podía leerse: “No funciona”. Así, cada vez que uno veía el cartel, abrigaba la esperanza de que, si no funcionaba ese día, acabaría por funcionar mañana, pasado mañana, dentro de un mes, y ni siquiera la evidencia de que el papel se volvía cada vez más amarillento podía a uno quitársela.


Ahora sólo nos queda llorar a quien en remota vida fue teléfono y, esperar que tras el duelo llegue el olvido. Pero, entretanto, el trágico acontecimiento nos tiene sumidos en la más honda depresión. Porque, si es cierto que la depresión va ligada a la falta de autoestima, ¿cómo podríamos estimarnos los colonenses enfrentados a la verdad definitiva de que ningún viajero que llegue a nuestra ciudad o parta de ella pueda servirse, ya entrado el siglo veintiuno, en plena Era de las Comunicaciones, de este hoy vulgar aparatito inventado para mayor bien de la humanidad en 1876?.


Tristeza


¡Qué tristeza, señores, qué tristeza! Tanta, que casi supera el recuerdo de lo que rabiamos durante años cuando, antes de viajar, intentábamos usar nuestro teléfono para consultar sobre las ofertas de transporte. Sabiendo que, por pocas que sean las empresas con oficina en Colón, no todas tienen teléfono, y que, si lo tienen, hay que ser mago para acertar con los horarios de atención al público, llamábamos al número del “parador”, y ahí podíamos quedarnos para siempre pegados al tubo sin obtener respuesta. (Porque es de hacer notar que ese número tuvo la impertinencia de figurar en la guía hasta la edición 2001-02, mientras hacía rato que el teléfono no estaba descompuesto sino fuera de servicio). ¿Y qué me cuenta de la bronca que nos masticábamos al regresar de un viaje?.


Mejor dicho, de la que no tenemos más remedio que seguir masticándonos al vernos privados de la libertad de llamar a nuestras casas o a nuestro remise habitual para que vayan a buscarnos. ¿Pero qué pretensión es ésa?. No, m´hijito, usted toma un remise de “nuestro parador”, o se va a patacón por cuadra. Lo que sí es cierto es que ese remise suele ser literalmente “un” remise. (Según fuentes fidedignas, hay tres). Pero se supone que la clientela que arriba a Colón debe ser mayor en número que la de un aeropuerto internacional, porque, generalmente, esos hipotéticos autos están “haciendo otro viaje”.


Entonces, aquel que por experiencia sabe que, cuando Dios quiera llegará “uno”, durante la espera (que si es de noche ni siquiera puede entretener con un cafecito porque el quiosco está cerrado) gestiona por cuenta propia una sociedad con otros recién llegados, para compartir el ansiado automóvil. Y cuando éste arriba -¡ ay, cuestión de mala suerte!-, se da cuenta que justo le vino a tocar ese desvencijado y maloliente que le toca siempre. La única ventaja es que, entre la reunión previa y el tiempo que el rodado emplea rodando de casa en casa para ir dejando a los pasajeros, se tiene ocasión de hacer nuevas amistades. Desde hace unos dos meses, en que se ha hecho notable la mengua del número de viajeros en los ómnibus, a veces hay hasta dos esperando, pero durante años la situación fue tal como la describimos. (Quede claro que esto no va contra los choferes empleados, ni contra cualquier otro empleado del lugar, toda gente amable que se limita a hacer su trabajo).


Propiedad


¿ Quién será, es hora de preguntarse, el “dueño” que considera suyo lo que es propiedad de todos nosotros, los contribuyentes? ¿ Quién el que decide que –único caso en el mundo- una terminal de ómnibus no tiene que tener no sólo un teléfono de información central sino ni siquiera un teléfono público? ¿ Algún concesionario? ¿Quién o quiénes decidieron concederle a ese señor o a esa firma tanta prepotencia y desprecio por la gente? ¿Y quiénes somos nosotros, los colonenses, para soportar como corderos que, tras habernos negado el derecho a construirnos una terminal decente en vez de ese antro que nos avergüenza, nos vengan negando desde hace años hasta la comunicación con él y desde él como si se tratara de una isla privada o un búnker de don Corleone?


Más quejas


Pero no paran allí las delicias que depara el “parador”. Se diría que están especialmente preparadas para recibir con una impresión favorable a los eventuales visitantes atraídos por la propaganda turística que se difunde en importantes diarios y canales de TV. Verdad que no cuenta, como cualquier terminal agradable de ésas que tendría que tener una ciudad como Colón (y que, de hecho la tuvo, acorde con lo que podía ofrecer su época) con un restaurante o siquiera un bar donde sentarse a gozar de un refrigerio o protegerse del frío invernal; ni con locales donde comprar algún artículo útil al viajero o al menos uno donde vendan algo que identifique a la localidad, como postales de la ciudad, chucherías que digan “recuerdo de Colón”, etc.; ni con farmacia; ni con locutorio; ni con Internet...(¡ Pero por Dios, a dónde nos está llevando la fantasía cuando comenzamos esta nota quejándonos de carecer hasta de un miserable teléfono!) No obstante, prescindiendo de sus estrechas dimensiones; del pedregullo horadado de lagunas cuando llueve, por donde tienen que entrar los sufridos choferes de los ómnibus dando una vuelta extravagante porque si no la dan encuentran los andenes situados exactamente al revés; de esas latas-refugio que por dos lados se extienden lúgubres por el aire como alas de murciélagos; de esas otras entrecruzadas con pretensiones de “columnas” que evocan los campos de concentración de las películas sobre los nazis; de esos dos bancos rígidos y petisos sólo aptos para jóvenes de huesos flexibles y duros traseros; a pesar de todo eso, decimos, el “parador” no deja de tener notas originales: cinco artefactos tragamonedas para jugar a no sé qué y uno capaz de vomitar monigotes de paño descolorido, relojes de plástico y un llavero, por si uno quiere regalárselos a alguien que odie mucho. Algún lector esperará que agregue perros vagabundos.

No, esos seres adorables para quien escribe esta nota, proliferan en todas las terminales del globo, buscando el amparo de un techo, un poco de calor humano, algo de comida, y nunca se ha sabido que en estos sitios hayan hecho daño a nadie. Pero hay perros y perros.


Quienes por dificultades físicas no pueden sentarse en los bancos o necesitan apoyar una taza de café o un vaso de gaseosa comprados en el quiosco, tienen a su disposición una mesita redonda de latón y tres silloncitos de metal y lona, tipo “director” (gentileza de Quilmes). Si dos personas ocupan sendos silloncitos, la lógica indica que uno está libre para usted, que es de aquellos a quienes los bancos no le sirven. Nones. Porque ese silloncito también tiene dueño: un gracioso pero maleducado perro lanudo que, habiendo hecho de él su cucha permanente, duerme tan feliz, o, si está despierto, lo mira a usted con ojos de sueñera tan tiernos, que usted, a menos que sea un hereje, no se atreverá a desplazarlo.

Y, con todo, este mañoso can, con sus rulos blancos y marrones, es la única nota de alegría que se encuentra en todo el lugar.


De no ser por él, si a una maestra se le ocurriera proponer a sus alumnos que escriban una descripción del sitio menos acogedor, más triste, más feo, más desolador, más sórdido de Colón, seguro que los chicos dirían: “ Lo tenemos, señorita: ¡el parador!”.


Nota de la Redacción: el 14/11/02 el Concejo Deliberante aprobó un proyecto para instalar dos teléfonos públicos, uno en el parador y otro en el cementerio local.



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